La dilatada vida de Igor Stravinski abarca un periodo que va desde la Rusia de los Romanov hasta la llegada del hombre a la luna. Su existencia fue, tanto personal como artísticamente, una constante búsqueda de orden, ese orden que nunca tuvo de niño en lo afectivo, que tal vez nunca existió en su Rusia natal y que llevó a la Revolución, es decir, a la creación de un orden. A partir de 1903, estudió con Nicolai Rimski-Korsakov. Desde 1909 trabajó con Serguéi Diáguilev, lo que le supuso el lanzamiento internacional: son los años de los tres famosos ballets El Pájaro de Fuego, Petruchka y La Consagración de la Primavera. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, se instaló en Suiza buscando nuevos caminos, hasta que en 1919 creó su propio orden, el Neoclasicismo, una forma de hacer arte de su tiempo con procedimientos del arte del pasado, sobre todo del Barroco y del Clasicismo. Stravinski renegó de todo lo que fuera atonal y mantuvo así 30 años de actividad neoclásica. Durante ese tiempo compuso cada vez más música religiosa, continuó su relación con el teatro, se hizo francés en 1934, más tarde estadounidense, y huyó de Europa cuando ésta estaba a punto de perecer bajo el desorden fascista. En la década de los cincuenta, su música se volvió progresivamente más atonal dentro de su inconfundible estilo, y en ella aparecieron breves y densas obras religiosas. Dejó así casi sin argumentos a quienes habían tachado su neoclasicismo de conservador. Ígor Stravinski, cuya obra constituye una de las aportaciones insoslayables de la estética musical del siglo XX, murió en Nueva York en 1971.