En los últimos años, la comunidad internacional ha sido testigo del regreso de Rusia como un actor global importante. Desde que Vladimir Putin ocupó la presidencia de la Federación Rusa en 2000, pero sobre todo desde 2012, Rusia ha llevado a cabo una campaña sofisticada, con buenos recursos y, hasta ahora, exitosa para expandir su influencia global. Desde 2012, coincidiendo con el comienzo del tercer mandato de Vladimir Putin como presidente de la Federación Rusa (entre 2008 y 2012 Putin ejerció como primer ministro, mientras Dmitri Medvedev fue presidente), los horizontes de la política exterior rusa cambiaron considerablemente, ya que la escala y el alcance de sus actividades se expandieron tanto geográfica como operativamente.
Moscú ha perseguido una serie de objetivos, entre los cuales especialmente destacan: el regreso de Rusia como una gran potencia global, promover sus intereses geopolíticos, económicos y energéticos, socavar el orden internacional liderado por EEUU, así como reforzar la legitimidad doméstica de Vladimir Putin. Para cumplir con estos objetivos, el Kremlin ha confiado en herramientas diplomáticas, militares, de inteligencia, cibernéticas, de campañas de desinformación, comerciales, energéticas y financieras para ejercer influencia política y expandir su huella global.
Rusia es el país más grande del mundo, con más de 17 millones de km². Con esa extensión, no es de extrañar que el país haya estado históricamente implicado en numerosas disputas territoriales. De hecho, en los dos últimos siglos, las fronteras de Rusia han cambiado en más de ochenta ocasiones, perdiendo unos 3,4 millones de km². Si bien tras el fin de la Unión Soviética Rusia vivió un periodo de relativa estabilidad con los países vecinos, la presidencia de Vladímir Putin, en el poder desde hace un cuarto de siglo, ha revitalizado el irredentismo ruso y con él varias disputas territoriales con los países de su entorno, sobre todo en el lado europeo.
El irredentismo ruso se basa en su mito fundacional, la Rus de Kiev, una federación de tribus eslavas con capital en Kiev y que tanto Ucrania como Rusia entienden como el inicio de su historia. Para Rusia, todos aquellos que conformaron esa federación — y posteriormente el Imperio ruso— comparten la cultura cristiana ortodoxa y el idioma ruso, y por tanto deben ser estados aliados y mantenerse en su zona de influencia.
Dentro de ellos están, en el lado europeo, Bielorrusia y Ucrania, con los que el Kremlin ha mantenido un control paternalista desde la caída de la URSS. La idea de la Gran Rusia busca así unificar a estos pueblos eslavos, si bien hasta hace poco la única materialización había sido la anexión de Crimea en 2014, clave además para el acceso ruso al mar Negro. Desde ese año y tras el acercamiento de Ucrania a Europa, la postura rusa hacia la exrepública soviética se volvió mucho más agresiva, culminando con la invasión a gran escala del país que comenzaba en febrero de 2022 y que ya dura más de dos años.
Una de las excusas del Kremlin para la agresión militar fue la protección los rusos «étnicos» que se encontrarían oprimidos en Ucrania. En base a esto, Rusia había ya apoyado el independentismo de zonas prorrusas del país, como el Donbás — que comprende los óblast ucranianos de Donetsk y Lugansk— y reconocido su estatalidad en 2014. En septiembre de 2022, ya con la guerra iniciada, Rusia se anexionó ilegalmente Donetsk, Lugansk, Zaporiyia y Jersón.
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